Tiroteos en una escuela de
Colorado o de la provincia de Buenos Aires; en una oficina postal de Oklahoma;
en una sucursal de una firma multinacional en Honolulu; en un restaurante en
San Diego o en Bogotá; ataques con armas blancas en un centro comercial en
Tokio o en el centro de Madrid, y el mundo es testigo de otro súbito y
“aparente” relámpago violento homicida. Usualmente, los periodistas llegan
antes que las ambulancias, y en algunos casos, antes que la propia policía, y
comienzan con su trabajo, de entrevistas a vecinos, amigos o familiares del
asesino, sus amigos o familiares, e, invariablemente, ellos dicen algo así
como: “Él/ella sólo explotó”.
Pero esta “razón” no puede
tomarse en una forma tan simplista: este tipo de asesinos no “explotan”. Un muy
buen informe, realizado por el periódico “The New York Times” reveló que,
estudiados 100 ataques relámpagos mortales de violencia, la mayoría de los
asesinos se había ido deteriorando, en forma lenta, tanto mental como
emocionalmente. La mayoría de ellos dejaban un “mapa” con serias señales de
advertencia; pasaron meses para planificar sus ataques; acumularon o
consiguieron armas fácilmente; expusieron –a sus compañeros de trabajo, de
escuela, o a su familia misma– sus planes sangrientos. Y lo más lamentable:
muchos mostraron signos de trastornos severos en su salud mental, habían sido
tratados psiquiátricamente, pero en forma negligente, inapropiada, y hasta
medicados en forma equivocada.
No obstante, a medida que se
avanza en la investigación, caso tras caso, “aparecían” los olvidados, perdidos
o ignorados signos de advertencia: por un displicente y burocrático sistema de
atención de salud mental; por familias incapaces de enfrentar los serios problemas
mentales en su seno (ya sea por ignorancia, negación o imposibilidad real a
raíz de la violencia y/o negación del propio enfermo); por empleados, docentes
y directores o encargados, quienes fallan al no tomar seriamente las amenazas,
y hasta por la policía que, cuando era alertada por familiares, vecinos o
amigos temerosos, resultaron incapaces de intervenir antes de que erupcionara,
en forma mortal, la violencia.
En el 34 % de los casos
estudiados, sin embargo, las familias, los amigos o los compañeros de los
asesinos, desesperadamente, trataron de buscar algún tipo de ayuda para una
persona que parecía ser una “bomba de tiempo”, pero, en forma invariable, sus
reclamos eran minimizados por la policía, los administradores de
establecimientos de enseñanza o las empresas en las cuales prestaban servicios.
El sistema de salud mental tampoco funcionó como hubiera debido hacerlo, por
las razones que más adelante veremos. También hubo casos en que los propios
enfermos buscaron ayuda y también fueron ignorados o tratados en forma
negligente o inapropiada (James Huberty, Sylvia
Seegrist, por nombrar algunos). Y, en honor a la verdad, otros
fueron tratados en forma apropiada, gastando el estado cientos de miles de
dólares en sus tratamientos, pero tampoco pudieron detener esta furia homicida
(Robert Hawkins).
En respuesta a la escalada de
este tipo de homicidios múltiples de tipo relámpago, en escuelas, lugares de
trabajo, tiendas, restaurantes y otros lugares públicos, el diario reexaminó,
en el año 2000, estos violentos incidentes ocurridos en los EE.UU. en los
últimos 50 años, o sea, desde 1950 hasta dicho año. Se recabó gran cantidad de
información de este centenar de casos y se estudiaron, exhaustivamente, 25 de
dichos sucesos, una cuarta parte sorprendente, los cuales sólo habían atraído
una local y pequeña cobertura mediática. El informe también incluyó revisiones
de los casos judiciales y los archivos de salud mental, además de entrevistas
con familiares y amigos, psicólogos y víctimas, en un esfuerzo para arrojar
algo más de luz sobre esta gente que estuvo tan cerca de cada tragedia, y con
ello intentar un aprendizaje preventivo.
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Cómo
citar este artículo:
GARCÍA ROVERSI, Susana
P. (2013). “La relación
actual entre los trastornos mentales y los asesinatos múltiples” Revista
Digital de Criminología y Seguridad. TEMA’S. Año II, Número 8. (p. 22-37).